divendres, 15 de maig del 2009

Mamá, quiero ser banquero

Cuando de niño me preguntaban que quería ser, lo tenía claro, quiero ser banquero, decía con la seguridad e inocencia propia de un chaval de tres o cuatro años. No entendía por qué se reían mis padres, conocidos, familiares o transeúntes aburridos que se atrevían a preguntármelo. El papá de Juan, el del pueblo, era banquero y es la persona más feliz que he conocido. ¡Cuando iba a su casa me lo pasaba la mar de bien!. Tenía dos criadas que hacían un pastel de manzana para lamerse los dedos, una pista de tenis y la televisión más grande que jamás he visto. Además, Emilio, que es así cómo se llama el padre de mi amigo, era de lo más simpático y tenía muchísimo tiempo para jugar con su hijo. No como mi padre, que después de las doce horas que se pasaba detrás de la barra del bar Manolo, sólo tenía ganas de estirarse en el sofá de terciopelo de la sala y echarse una siestecilla, antes de que mi madre le sirviera la cena.

Nunca le dije nada, pero siempre maldije a mi padre por no haber estudiado para ser banquero o tal vez ejecutivo de una gran empresa. El muy bobo prefirió estudiar Historia. Qué estupidez, a quién le interesará ir pensando en el pasado. Por su culpa somos así de pobres, pensaba. Poco a poco, fui creciendo, y me apliqué mucho en la escuela para conseguir mis sueños. No como Juan, que su padre sería muy simpático, pero él era más cortito que un zapato y el más vago de la clase.

Luego, me lo contaron todo. Me dijeron que Santa Claus no existía, que no había ninguna carrera para ser banquero y que para comer, necesitaba trabajar para alguien. Además, me aseguraron que sólo me quedaría con la mitad del fruto de mi trabajo, ya que la otra mitad se la quedaba el empresario, como presente a su generosa oferta de puesto de trabajo.

Ahora, trabajo de oficinista en el Santander que hay en la calle Pi i Molist, con Urrutia. Juan, mi ex-amigo y el más tonto de la clase, es mi jefe. Tiene un Jaguar, un chalet en Sant Pol y una mujer despampanante. Ayer, me dijo que sintiéndolo mucho se había visto obligado a prescindir de mis servicios. Se ve que sus asesores le han dicho que, con la crisis, los ingresos han disminuido un diez por ciento y que un nuevo cajero automático podía hacer mi trabajo. Me convertía en el parado número 4.000.000 del país. Sobre mis cuentas en el banco, me dijo que no me preocupara. No corrían peligro. El gobierno usaría el dinero de todos para comprar ésos créditos basura y salvar el dinero de todas las familias. Luego, los pondrá otra vez a la venta, para que alguien con dinero lo compre y vuelva a la normalidad.

Hoy, 35 años después, tal vez conservando esa ingenuidad infantil me pregunto algunas cosas:¿Por qué no nacionalizamos los bancos y controlamos democráticamente su gestión? ¿Por qué no nos repartimos entre todos los beneficios que generen cuando se recupere la economía? ¿Por qué tenemos que trabajar para otros? ¿Por qué si se inventa una máquina que hace más productivo el trabajo, no hacemos menos horas de trabajo?


Miquel Robles